¿Cómo puedes entrar a una discoteca con un par
de zapatos y salir con uno solo? Lo cierto es que es complicado de explicar.
Cruzar un local, esquivar los cristales del suelo a la pata coja, con tacones
de 16 centímetros, a las 6 de la mañana y no perder la dignidad no es tarea
fácil. Por supuesto, yo no lo conseguí. Pero toda historia tiene un comienzo…
Acababa de tener una comida familiar. En
estos eventos aprovecho, no vaya a ser que estalle una guerra y no vuelva a
tener la oportunidad de alimentarme en mucho tiempo. El mundo está muy loco y
nunca se sabe cuándo les dará por atacar Perejil. Yo comí entrante, primero,
segundo, postre, vino, gin-tonic, helado… Pero claro, a la hora de salir,
parecía un pez globo, y ya me contareis cuantas discotecas de Madrid admiten
mascotas. He desarrollado una teoría visual. Como no soy de Harvard nadie la
publica, pero ya veréis cómo alguien de una súper University la copiará de mi
blog y en unos años es mega famosa: cada 7 cms de tacón adelgazas entre 1 y 1,5
kg.
El sábado, y después de LA COMIDA, decido
ponerme los tacones más altos. Con 16 cms y casi 3 kg menos a efectos ópticos
me dirijo más contenta que unas castañuelas a comerme la noche.
A cierta hora de la noche Rocío y yo decidimos
subir a la tarima. No hay nada en esta vida como bailar encima de una tarima.
Mi habitual propensión a las caídas, y el poco sentido común que aún me queda,
me hacen decidirme por quitarme los zapatos, que quedan olvidados en algún
lugar de la plataforma. Bailamos como si no hubiese un mañana. Nadie se mueve
como nosotras, en concreto como yo. Tengo un estilo irrepetible. No se puede
repetir porque, como dice mi amigo Martín, soy totalmente arrítmica. O sea, que
sigo un ritmo que sólo yo entiendo. En un momento dado decido que quiero bajar,
y al buscar mis zapatos sólo está uno. El izquierdo ha desaparecido…
Lo buscamos en la tarima, debajo, alrededor,
preguntamos… Un zapato no puede salir corriendo el solo ¿o sí? Su hermano
gemelo me mira desde mi pie triste y desolado. Yo intento consolarle pero es
una putada explicarle que nos volvemos a casa solos. Se lo cuento al camarero,
Lolo, que me mira creyendo que tengo complejo de Cenicienta, pero no. “Lolo, no
busco a ningún príncipe. Yo con el zapato me basto y me sobro”. Así que me da
su número para que le llame al día siguiente.
El domingo me despierto y veo a mi pobre pie
izquierdo que lo ha pasado fatal, porque ayer tuvo que volver a casa desnudito.
Mi zapato derecho se asoma desde su caja con la tapa aún abierta, afligido y
solitario. “No te apures ahora mismo llamo a Lolo”. Pero Lolo nos confirma las
peores sospechas: no ha aparecido. Yo ya me empiezo a preocupar de verdad, ¿que
habrá sido del izquierdo? ¿Lo habrá secuestrado un perturbado fetichista? ¿Lo
mirará y hará cosas raras? A ver, que yo en el fondo lo entiendo. Que miro a su
hermano, con ese tacón tan sensual, el ante suave… Y tentador es, las cosas
como son. Pero en el fondo es tierno e inocente, un zapatito joven e
inofensivo. Por favor quien se lo haya llevado que no le haga nada, estoy
dispuesta a darle una recompensa.