Os juro que tenía el alma súper
zen. Este año todo esto de San Valentín a mí no me iba a afectar, lo tenía
clarísimo y me lo llevaba repitiendo cual mantra desde finales de enero. Pero
mi paciencia tiene un límite, llevamos exactamente 19 horas desde que había empezado el
día de los enamorados y cuando acabé estallando.
Estaba claro, el amor me perseguía pero yo corría más rápido). No paraba de escuchar las baladas más románticas en
la radio, los periódicos me daban ideas de regalos y por supuesto bombardeo de fotos de enamorados en Whatsapp, Facebook,
Instagram… Porque no entré en Linkedin, pero seguro que alguno cambio su
perfil su foto de perfil con motivo de tan memorable fecha. Incluso Netflix se empeñaba en que tenía que ver El
Cuaderno de Noa.
A ver no me malinterpretéis que
me alegro que haya un fecha para celebrar el Amor, pero en vez de ser en febrero ya
podían haberlo escogido a mitad de agosto. Por lo menos, si me pilla de
vacaciones con el sol y un mojito, se me haría mucho más llevadero eso de
recordar que estoy más sola que Tom Hanks en Naufrago.
A pesar de todo, no seáis ingenuos, que no tenga novio no significa que pasara la noche sola. Ayer tuve una cita.
Pero a diferencia de tod@s vosotr@s, enamorad@s del mundo, no estuve
tres horas arreglándome, no lleve unos tacones insufribles ni por supuesto me deje medio
sueldo para pagar un restaurante de esos que sales con más hambre de la que entraste. Quedé con mi
sofá, el que siempre me espera y me acoge con los brazos abiertos; mi mantita,
y una tarrina de helado de chocolate que se derretió a mis encantos en menos de 20 minutos. A ninguno de ellos les importo que fuese con mi bata de franela, un moño medio
chungo y calcetines de pelotillas. A ver ahora quién se atreve a decir que
eso no es amor de verdad.